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La Sociedad del Semáforo

Llevaba semanas esperando ver La Sociedad del Semáforo, de Rubén Mendoza, anunciada a todo volumen cada vez que iba a cine y llegaba lo suficientemente temprano a la sala, antes de la película. Los cortos, eso me parecía, anunciaban el apocalipsis, el delirio, las calles de Bogotá que tengo más cerca, por fin la historia de un personaje interesante completamente por fuera de la normalidad, de los límites más exteriores de la sociedad y, en particular, de esta sociedad bogotana snobista y despreciable. Esperaba, con mucha emoción, una especie de contrapartida, un grito famoso, bien hecho, orgulloso, a todo lo que se nos impone por estos días, a casi todo lo que me rodea.

La Sociedad del Semáforo es, no sé cómo decirlo de manera distinta, con qué otra expresión, simplemente decepcionante. El apocalipsis que todos esperamos viene cargado tanto de una serie de lugares comunes imperdonables, como de casi igual número de situaciones completamente artificiales y extremadamente preparadas; ambas cosas, por contradictorio que suene. Y ambas cosas rompen con casi todas las posibilidades que tendría de conectarme con los personajes, con sus historias, con su dolor y sus sueños. En el primer grupo, me parece, tenemos a la mayoría de los personajes de la Sociedad, pero también el retrato lejano que hace de sus vidas la película: no sabemos nada de sus vidas, casi nada, porque los personajes son casi todos, me parece, un cliché, una fachada detrás de la cual no hay nada, o algo que la construcción de la película no se preocupa por mostrarnos, o no lo sabe, o no le interesa. Por eso son lugares comunes la mayoría de las relaciones entre ellos y, sobre todo, las relaciones de los demás habitantes de la ciudad con este grupo de personas: el conductor molesto que grita porque no le dan paso, la conductora que cierra la ventana por miedo a que la roben, el policía malvado que golpea sin explicación. No es que sea falso lo que se muestra; siento, más bien, que es demasiado real. No es que existan en la vida real policías que sean personas decentes; es, en realidad, que ya sabemos que son personas horribles, ya sabemos de su corrupción, de su inhumanidad, de su desprecio. O, más bien, ya sabemos que son como nos lo cuenta la película y quisiéramos, quisiera yo, que me contaran cosas nuevas, que rompieran con mi lugar común o lo hicieran más fuerte, que lo modificaran de alguna manera haciendo de los personajes algo más interesante.

En el segundo grupo de cosas que me decepcionan, las muy artificales, siento entre muchas otras cosas policías con una gramática perfecta, conductores respetuosos del orden del tráfico y de la vida que no arrancan aunque el semáforo esté en verde si hay alguien parado frente sus carros, habitantes que parecen estar esperando a la vera del camino a que les pregunten algo los que vienen en carro, empleados esperando a ser robados, inmutables ante un arma, e incluso un par de personajes de la Sociedad. Cienfuegos, por ejemplo, lleno de una sabiduría que suena demasiado artificial y cuyos cambios de ánimo increíbles rompen con la posibilidad de alguna interpretación, de alguna identificación, de algún elemento del cual agarrarnos para reconocerlo. Errático. No él, sino su personaje; no Cienfuegos, sino su libreto.

Me quedo, entre todo lo que vi, con tres imágenes específicas:

Raúl, limpiándose los zapatos sucios en un tapete hecho con la cara de Uribe, Arias y Santos.

Raúl, poniéndole los zapaticos a un perro hermoso que se encuentra por la calle, que luego lo sigue en su delirio de basuco que dura días enteros y con en el cual, sin embargo, me siento incapaz de imbuirme, no por lo absurdo de los sucesos, sino precisamente por su predictibilidad. Me quedo con los zapatos, sin embargo, amarrados a las patas del perro: blancos con cordones azules, diminutos. Robados muchos días antes por Raúl para ser mandados a Chocó a su hija pequeña, una hija de la que éste no puede recordar su edad, básicamente porque no puede recordar cuánto tiempo lleva perdido en las calles del centro de Bogotá, enganchado al «vicio de la calle».

Por último, Calavero. La música de Edson Velandia que llena toda la película, pero sobre todo esta canción, el momento en el que se presenta y cómo se presenta, me conmovieron muchísimo más que cualquier otro elemento, que cualquier otra parte de las vidas que se tocan aquí desde lejos. La canción, por sí sola, hace que haya valido la pena. Esperé para escucharla por primera vez en la película: untada de barro y polvo de la carretera, mezclada con el acento boyacense de los habitantes afuera de las ventanas del camión, cargada con los muertos anónimos a quienes casi nadie quiere, Calavero me pareció perfecta esa tarde, la mejor canción de Velandia…

No quiero ser injusto. Sentí ese grito desgarrado en la penúltima escena de la película, mucho después, de nuevo, artificialmente creado, demasiado impuesto, demasiado predecible, pero desgarrado al fin, como una especie de reivindicación (un poco final y desconectada de todo) de lo que hemos estado viviendo en la película, en la vida. Fui, por un segundo, la rabia y el desconsuelo, el olvido de todo y el desprecio reflejado de años y años de olvido y humillación. Hubiera querido ser eso el resto de la película, consistentemente. Es eso.