Categoría: Sueños

The Aquarium

I just read that famous text by Aleksandar Hemon about his daughter, Isabel. I remember reading about him, and then Tatjana, who comes from former Yugoslavia, mentioned him a couple of time during dinner, when we stayed with her in Berlin during the summer. I only learned today that he lives in Chicago, and that all the horrible story that he tells happens here, somewhere. There is a point in the narration when he drives on Fullerton, toward the lake, and I can imagine almost block by block where that scene takes place.

I dreamt yesterday that Nathalia and Antonia were going to be caught up in an avalanche, and I was too far to come to help them. I actually did not know where they were, and how to get there; the only thing I knew is that they were not on my side when the catastrophe was approaching. I feared ( I was terrified, waking up in the middle of the night because of my loud screaming) that I was going to survive and they were not.

That was before reading Hemon’s piece, today. I am having dreams like this more and more often. I fear something, even more than before.

Digital

Anoche soñé que iba a un concierto de U2 en extremo raro, no sólo porque no me gusta U2 y jamás iría a uno de sus conciertos, sino porque se llevaba a cabo en un edifico enorme, muy parecido al de la Biblioteca Julio Mario Santodomingo, primero en una plaza enorme y luego en salones pequeños en los que se proyectaba la imagen en una pantalla grande y cada persona tenía audífonos a su disposición para escucharlo. Se trataba de una especie de homenaje a la digitalización de la música (y de la vida), en el que ya no hacía falta siquiera estar ahí o ver a la banda, para disfrutar de la música. Ninguno de los asistentes parecía tener problemas escuchando el concierto por cable y viéndolo en una pantalla, y el ambiente de la Biblioteca (de lo que parecía la Biblioteca) hacía más fácil la experiencia y la mostraba incluso como natural, como algo que debía ser así. Cientos de personas en mi salón escuchando el concierto, sentadas, drogadas o borrachas (yo mismo) con los audífonos puestos y cantando a todo volumen, desafinados. Si ustedes lo quieren, una de las experiencias estéticas más maravillosas de mi vida. Incluso escuchando a U2

Entre la gente de mi salón estaba Angelita (que iba con un chico) casi disfrazada de niño, con el pelo corto, peinado hacia adelante y con la mirada perdida. Estaba tal vez ebria ella misma, porque me decía «Miguelito» al verme y se emocionaba mucho. No pude ver bien al muchacho con el que estaba, y ella no me lo presentó. ¿Quién sería?

Me acordé de todo esto porque me tomo una cerveza en un lugar donde suena, ahora, U2 a todo volumen. ¿Alguien quiere venir y se toma otra conmigo?

Sabato

Viejo, yo veo qué pocas de mis esperanzas se han cumplido, qué lejos está el mundo de lo que deseé, imaginé, y por el que luché. Y sin embargo, no reniego de haber esperado, de seguir esperando.

Ernesto Sabato, España en los diarios de mi vejez

Cuando era joven imaginaba a menudo este momento, el instante extacto en el que me enteraría de la muerte de Sabato en Santos Lugares. Me entretenía de una forma casi macabra en preparar minuciosamente mis reacciones, en dejar claramente determinada cada una de las cosas que iba a hacer cuando alguno de mis amigos me llamara a contarme, o cuando lo viera en la televisión, en las noticias del medio día, mientras pasara caminando casualmente frente a alguna tienda. Preparar la reacción exacta frente a la noticia más dolorosa que podia imaginar era casi como una manera de blindarme ante la tristeza de imaginar sus últimos momentos, que sabía, con seguridad, iban a estar marcados por un sufrimiento enorme. Recuerdo casi con exactitud la rutina que había inventado, que eran en realidad muchas rutinas distintas para cada una de las situaciones en las que llegara a enterarme de su muerte.  Sin embargo, nunca era capaz de llevar el ensayo hasta el final, y siempre terminaba pensando que el ejercicio de imaginar algo tan doloroso era tan innecesario como cruel, y que el momento llegaría y sabría entonces exactamente cómo reaccionar, y las imágenes inventadas del cuerpo rígido sobre su cama me llenarían de una sensación que jamás habría tenido y que, sin embargo, recordaría para siempre. Y sin embargo, era también la idea de que no era algo en lo que pudiera pensar tan directamente sin sentir que mi propia vida estaba ligada tan fuertemente a una figura exterior, a las páginas de unos cuantos libros o a las cosas que me sucedían mientras las leía.

¿Por qué era tan doloroso? Me he hecho esa pregunta durante muchos años, y no he podido responderla. Recuerdo que a veces mientras caminaba lo confundía con alguien que venía caminando hacia mí y se me paraba el corazón de la emoción de haberlo encontrado y poder hablar con él un rato; durante la época en la que lo leía más fervientemente le escribí incluso cartas que nunca fui capaz de mandar, aunque guardaba en la billetera siempre la dirección de su casa en Santos Lugares en caso de que algún día me animara a enviarle algo. Tenía con él una relación que jamás he tenido con ningún otro escritor, vivo o muerto, y siento incluso que puedo decir que muchas veces, en muchos momentos de mi vida, sus libros me salvaron la vida, y me dieron una esperanza en la escritura y la lectura que jamás he sentido desde entonces. Su ausencia, la ausencia de la imagen que tengo de él vivo, pintando en algún lugar de su casa, representaba para mí la ausencia de sus palabras y de la esperanza enorme que sentía al leerlo; la ausencia de todo aquello en lo que me permitía creer.

Dejé enterrada una foto de Sabato en Hamburgo hace casi un año, convencido de que con ello terminaba una época de mi vida y comenzaba otra, y ahora me doy cuenta de que está más presente incluso que antes. Su muerte me llegó desde arriba esta mañana al despertar. Recordé de pronto hace cuánto no pensaba en ello, hace cuánto no jugaba a imaginar mi reacción y mi vida sin su vida en algún otro lugar muy remoto que jamás conocí, y el abismo que ha sido el paso de estos años se me apareció de pronto. Llevo toda la mañana recordando mi vida con Sabato, mis juegos personales con sus personajes, mis hipótesis de interpretación y las infinitas discusiones con MB en torno a los enigmas de su obra, los lugares especiales en los que leía y releía sus libros, el dolor y esperanza profundos del final de Sobre Héroes marcado tantas veces por la ausencia también de las personas que quería y que jamás iba a volver a ver, o el reencuentro de esa escena en la que Juan Pablo es correteado por el ciego al final de El Túnel, que marcó tanto todo lo que puedo ser ahora.

Hoy llevo por primera vez el ensayo de mi reacción hasta el final: recuerdo a Sabato, mi escritor favorito de toda la vida. No imagino su cuerpo sin vida, ni su dolor en los días previos a su muerte, ni en los segundos previos, ni el dolor mismo de sus ojos nublados por completo de tantos y tantos años. A diferencia de lo que tantas veces imaginé, no siento que su muerte me haya quitado algo sin lo cual me parecía imposible vivir: la muerte de Sabato es para mí la confirmación precisamente de lo contrario, la constatación de que, como Juan Pablo ante el muelle, incluso la cosas más pequeñas e insignificantes son capaces de darnos la fortaleza suficiente para seguir por lo menos un día más; y así, un día tras otro, se sucedió la vida de Sabato en estos últimos años hasta el momento final, hoy a la una de la mañana. Me atrevería a decir que un día a la vez se sucedió la mayor parte de su vida: la de un escritor atormentado por el mundo en el que vivimos, que seguía esperando un día tras otro, y cuya esperanza inspiró a tantos otros. Como parte de esa esperanza, de eso poquito que nos da el mundo cada día para vivir y que resulta al final suficiente, me levanto una vez más desde el muelle para darle la vuelta a otro día. El recuerdo enorme de su cara y su voz  me llena el cuerpo de ganas de vivir.

Adiós, don Ernesto.

Reflection Eternal

A flower, a rainbow.

Sólo un reflejo tenue que no me deja distinguir realmente, reconocer, lo que estoy viendo, como ese sueño absurdo del Magistrado sólo que en ese la historia se va desarrollando con las noches, poco a poco, y las caras de los niños adquieren elementos que van a permitir ser reconocidos la siguiente noche y que van a continuar efectivamente la historia. Mi reflejo no progresa, no se expone paulatinamente o deja ver más detalles a medida que lo observo con ansiedad, con compulsión, con angustia de que desaparezca. Un saco blanco bajo el pelo negro, las manos levantadas, las piernas cruzadas, algo sobre su espalda que no la toca del todo pero que la acecha.

Una voz apagada, opaca bajo el sonido de los instrumentos que se le imponen. Pero es extraño; sé lo que dice, lo reconozco de alguna manera sin saber qué es, lo puedo cantar incluso sin entender la letra, sin saberla minutos después cuando ya no suene, cuando, como lo temía, se pierde efectivamente, se desdibuje y la imagen deje de existir. Una luz fuerte detrás del reflejo que lo anula por completo, al menos para mí. El momento en el que, dormido, mi reflejo deja de existir. Ya no está.

Estoy ya despierto y sigue siendo de noche. Nujabes me mira desde otro lugar y ahora soy yo su reflejo, tenue, opaco, fundamental.

Poor Abelard

In 1960, at the height of the clandestine resistance movement against Trujillo, Abelard underwent a particularly gruesome procedure. He was manacled to a chair, placed out in the scorching sun, and then a wet rope was cinched about his forehead. It was called La Corona, a simple but horrible effective torture. At first the rope just grips your skull, but as the sun dries and tightens it, the pain becomes unbearable, would drive you mad. Among the prisoners of the Trujillato few tortures were more feared. Since it neither killed you nor left you alive. Abelard survived it but was never the same. Turned him into a vegetable. The proud flame of his intellect extinguished. For the rest of his short life he existed in an imbecile stupor, but there were prisoners who remembered moments when he seemed almost lucid, when he would stand in the fields and stare at his hands and weep, as if recalling that there was once a time when he had been more than this. The other prisioners, out of respect, continued to call him El Doctor. It was said he died a couple of days before Trujillo was assassinated. Buried in an unmarked grave somewhere outside of Nigüa. Oscar visited the site on his lasts days. Nothing to report. Looked like every other scrabby field in Santo Domingo. He burned candles, left flowers, prayed and went back to his hotel. The government was supposed to have erected a plaque to the dead of Nigüa Prision, but they never did.

Junot Díaz, The brief wondrous life of Oscar Wao, II – 5

Me pregunto con frecuencia si alguna vez voy a ser torturado. Se me ocurre a veces que le tengo mucho más miedo a la tortura, a esa forma de sufrimiento extremo que se debe sentir infinito mientras se padece, que a la muerte en sí misma. Recuerdo que en ciertas ocasiones no podía dormir; noches enteras repasando las posibles razones para llegar a ser torturado, la manera en la que podría llegar a enfrentar el dolor, la forma en la que gritaría, mi respiración, el sudor sobre todo mi cuerpo, el lugar exacto en el cual sentiría el mayor dolor y la manera en la que mis músculos se tensarían ante el reconocimiento del estímulo, fuera cual fuera. Pero también, con un poco más de cuidado, me imagino a veces las formas en las que podría llegar a ocurrir, los detalles que ocurrirían del otro lado, frente a mí: la forma de la silla sobre la que me sentarían, su material, las grietas en un piso de madera, la luz tenue del cuarto, la lámpara, el color del techo manchado sobre mí, el sonido de los instrumentos utilizados al chocar uno con el otro, el silencio abrumador entre práctica y práctica, su respiración, su voz, el color de su pelo…

Durante los pocos meses que pasé en Frankfurt (Oder) hace unos años ocurrieron, al menos de los que pudimos enterarnos, tres ataques xenófobos de grandes magnitudes. No me refiero, por supuesto, a los inocentes y diarios comentarios y miradas despectivas de los apacibles habitantes del pueblo en el tranvía, a la gente gritándonos cosas al salir de la estación central o a la ausencia absoluta de palabras (y miradas) de algunas cajeras de Kaufland. No. Me refiero a ataques de gran magnitud, menos cotidianos, menos comunes, menos diarios, digamos. Ataques que resultaban en personas heridas, en coma, brutalmente torturadas, completamente irreconocibles después de. Uno de ellos, tal vez el más violento (¿qué categorías absurdas utilizo para establecer una jerarquía de violencia y decidirme por contar este caso en particular y no otro? ¿qué evento contarían las otras víctimas si les preguntaran por un acto violento de xenofobia, el suyo propio o éste que yo elijo arbitrariamente?) me impresionó y atormentó especialmente durante muchos años. Una tarde que yo imagino soleada, cerca de la estación central de Frankfurt, pero más hacia el «lado oscuro», un grupo de adolescentes neo-nazis abordó a un joven de unos 24 años, japonés-alemán, y, como ocurría a veces, no a diario, digamos, lo golpeó varias veces en plena calle, a la luz del día. Tal vez ese día, sin embargo, habían tomado un poquito más que otros días, o estaban un poquito más animados; en vez de dejarlo tirado como hubieran hecho comúnmente sin pensarlo, decidieron llevárselo a algún otro lugar, lo golpearon brutalmente y lo violaron repetidas veces, y luego lo dejaron tirado en algún otro lugar para que alguien lo encontrara. Lo último (lo único) que supimos de él es que estaba en el hospital, en coma, después de que la policía lo encontrara al poco tiempo medio muerto. Ninguno de los atacantes, que la policía capturó poco después (o eso dijeron), tenía más de 17 años de edad.

Caminaba mucho de noche por Frankfurt pensando en ello, imaginando los detalles del suceso del que sabía tan poco en realidad. Es extraño cómo un evento del cual leí apenas unas líneas en un correo electrónico es capaz de obsesionarme más que cosas que he vivido yo mismo, sobre las que podría escribir muchísimas páginas o hablar durante horas. Pensaba en ello siempre que caminaba de la casa de C. y S. hasta la estación donde pasaba el bus nocturno, a unas 5 cuadras de distancia, a la 1 o 2 de la mañana. A veces tenía que esperar el bus unos minutos porque hacía mal el cálculo de cuánto me demoraba caminando y siempre llegaba o muy tarde o muy temprano a la estación. Sentado bajo la luz de neón, completamente solo, imaginaba sin mucho convencimiento un grupo de tres skinnheads enormes que se acercaban con un perro y que, sin mediar palabra, o mediando palabras en su dialecto horrible que no podía comprender (que es lo mismo), me golpeaban de miles de formas distintas. Cada uno de los golpes, cada uno de los gritos, cada uno de los dientes apretados, de las fuentes de dolor que se agolpan unas sobre otras y no le permiten a mi cerebro entender por completo qué es lo que sucede, qué me duele, dónde, qué tan fuerte. Golpes en alemán, nocturnos, con toda la fuerza de la rabia construida por años y confirmada por cada extranjero que se ve, por cada extraño, por cada palabra en otro idioma. El olor del asfalto húmedo (¿por qué «húmedo»?) bajo mi nariz, el sonido de los ladridos histéricos del perro, el sabor de mi propia sangre, de mis flemas, de mis lágrimas.

Siento que ya está decidido: hay una respuesta directa y concisa a la pregunta por si voy a ser torturado alguna vez: sí o no. Va a suceder alguna vez o no va a suceder jamás. La respuesta sólo podrá ser enunciada al final de mi vida, pero ya existe en algún lugar, ya es. Es, allá en Frankfurt, tan cierta como lo es aquí en Bogotá, como lo será en cualquier lugar en el que viva en los años que me quedan. A pesar de la evidencia de su valor de verdad, de la simpleza de su enunciación, de lo irrevocable de su determinación, me pesa enormemente leer sobre estas cosas en libros enormes como el del Junot Díaz; siento que sólo espero por una posibilidad, absolutamente ajeno a ella. Me encuentro, como antes, sentado en la estación imaginando lo que puede o no puede ser sin ningún tipo de certeza. Me siento a esperar el futuro que se representa en estas cosas y de que no sé nada, del que nunca sabré nada. Me quedan dos minutos; a lo lejos veo ya venir el bus de las 2:20 de la mañana que me recogerá, o no, una vez más. Quiero cerrar los ojos hasta que esté ya aquí.

Hoy [Hace muchos días]

[Hace muchos días]

Hoy ya no llueve de noche. Me siento aquí, en el mismo lugar que hace varias semanas, y mis manos se mueven ya de una manera distinta. La música se me presenta completa, por fuera de mí, creada precisamente para sacarme de alguna manera sin que yo tenga que armarla a partir de la repetición con la que las gotas caían, caen, casi todas las noches. Ya no pienso en lo que no conozco, ya no me imagino sonidos lejanos a oscuras que nadie ha escuchado ni visto y no lo hará jamás.

Temblor

Sueño con terremotos, movimientos de la tierra bajo mis pies que comienzan muy muy despacio, casi imperceptiblemente, y que poco a poco se van haciendo más fuertes, más sensible, más profundos. Para cuando me doy cuenta realmente no puedo siquiera mantenerme de pie y las cosas caen y se destrozan contra el piso a mi alrededor, con una perfección tal en su movimiento y su sonido que pareciera como si todo estuviera planeado justo así. No es una pesadilla: no tengo miedo, no siento caos a mi alrededor, no pienso tampoco que las personas que quiero están muriendo aplastadas bajo paredes enormes que se derrumban sobre ellas, o que alguien se cae de la terraza de mi apartamento, o que sobre las calles suceden accidentes terribles que acaban con sus vidas. Me quedo lo más quieto que el movimiento de la tierra me lo permite, mirando a mi alrededor, tratando descifrar el código, el algoritmo que explica exactamente por qué la lámpara azul debe caer justo después del teléfono y nunca antes de la taza en la que tomé té anoche, antes de dormir. Casi maravillado por el espectáculo de una destrucción que no me toca, que no nos toca, sólo puedo pensar en documentar la escena; quisiera tener algo con qué filmar lo que sucede, lo más fielmente posible, o poder tomar algunas fotos de los objetos que caen y, de esa manera, ser capaz luego de deducir a partir de ellas los sonidos que tanto admiro. Estar y no estar ahí; ser el espectador infinito que nunca soy.

El terremoto nunca pasa. Me despierto, absolutamente tranquilo, mientras las paredes caen a mi alrededor sin tocarme. Mientras abro los ojos soy capaz aún de sentir sobre mi cuerpo las fuertes corrientes de aire que producen sus caídas, el viento lleno de polvo y tierra que, con los ojos abiertos, se queda sin embargo en mis pestañas sin dificultad. El techo sigue sobre mí sin inmutarse, justo como la noche anterior. Me asomo por encima de las tablas y veo a Andrés, que duerme tranquilamente, sin ninguna conciencia de lo que pudo haber sucedido, de lo que puede suceder en cualquier momento. Quisiera tener un espejo a la mano para ver mi propia tranquilidad. Para verla y no sólo sentirla.

Tal vez tiemble hoy.