In 1960, at the height of the clandestine resistance movement against Trujillo, Abelard underwent a particularly gruesome procedure. He was manacled to a chair, placed out in the scorching sun, and then a wet rope was cinched about his forehead. It was called La Corona, a simple but horrible effective torture. At first the rope just grips your skull, but as the sun dries and tightens it, the pain becomes unbearable, would drive you mad. Among the prisoners of the Trujillato few tortures were more feared. Since it neither killed you nor left you alive. Abelard survived it but was never the same. Turned him into a vegetable. The proud flame of his intellect extinguished. For the rest of his short life he existed in an imbecile stupor, but there were prisoners who remembered moments when he seemed almost lucid, when he would stand in the fields and stare at his hands and weep, as if recalling that there was once a time when he had been more than this. The other prisioners, out of respect, continued to call him El Doctor. It was said he died a couple of days before Trujillo was assassinated. Buried in an unmarked grave somewhere outside of Nigüa. Oscar visited the site on his lasts days. Nothing to report. Looked like every other scrabby field in Santo Domingo. He burned candles, left flowers, prayed and went back to his hotel. The government was supposed to have erected a plaque to the dead of Nigüa Prision, but they never did.
Junot Díaz, The brief wondrous life of Oscar Wao, II – 5
Me pregunto con frecuencia si alguna vez voy a ser torturado. Se me ocurre a veces que le tengo mucho más miedo a la tortura, a esa forma de sufrimiento extremo que se debe sentir infinito mientras se padece, que a la muerte en sí misma. Recuerdo que en ciertas ocasiones no podía dormir; noches enteras repasando las posibles razones para llegar a ser torturado, la manera en la que podría llegar a enfrentar el dolor, la forma en la que gritaría, mi respiración, el sudor sobre todo mi cuerpo, el lugar exacto en el cual sentiría el mayor dolor y la manera en la que mis músculos se tensarían ante el reconocimiento del estímulo, fuera cual fuera. Pero también, con un poco más de cuidado, me imagino a veces las formas en las que podría llegar a ocurrir, los detalles que ocurrirían del otro lado, frente a mí: la forma de la silla sobre la que me sentarían, su material, las grietas en un piso de madera, la luz tenue del cuarto, la lámpara, el color del techo manchado sobre mí, el sonido de los instrumentos utilizados al chocar uno con el otro, el silencio abrumador entre práctica y práctica, su respiración, su voz, el color de su pelo…
Durante los pocos meses que pasé en Frankfurt (Oder) hace unos años ocurrieron, al menos de los que pudimos enterarnos, tres ataques xenófobos de grandes magnitudes. No me refiero, por supuesto, a los inocentes y diarios comentarios y miradas despectivas de los apacibles habitantes del pueblo en el tranvía, a la gente gritándonos cosas al salir de la estación central o a la ausencia absoluta de palabras (y miradas) de algunas cajeras de Kaufland. No. Me refiero a ataques de gran magnitud, menos cotidianos, menos comunes, menos diarios, digamos. Ataques que resultaban en personas heridas, en coma, brutalmente torturadas, completamente irreconocibles después de. Uno de ellos, tal vez el más violento (¿qué categorías absurdas utilizo para establecer una jerarquía de violencia y decidirme por contar este caso en particular y no otro? ¿qué evento contarían las otras víctimas si les preguntaran por un acto violento de xenofobia, el suyo propio o éste que yo elijo arbitrariamente?) me impresionó y atormentó especialmente durante muchos años. Una tarde que yo imagino soleada, cerca de la estación central de Frankfurt, pero más hacia el «lado oscuro», un grupo de adolescentes neo-nazis abordó a un joven de unos 24 años, japonés-alemán, y, como ocurría a veces, no a diario, digamos, lo golpeó varias veces en plena calle, a la luz del día. Tal vez ese día, sin embargo, habían tomado un poquito más que otros días, o estaban un poquito más animados; en vez de dejarlo tirado como hubieran hecho comúnmente sin pensarlo, decidieron llevárselo a algún otro lugar, lo golpearon brutalmente y lo violaron repetidas veces, y luego lo dejaron tirado en algún otro lugar para que alguien lo encontrara. Lo último (lo único) que supimos de él es que estaba en el hospital, en coma, después de que la policía lo encontrara al poco tiempo medio muerto. Ninguno de los atacantes, que la policía capturó poco después (o eso dijeron), tenía más de 17 años de edad.
Caminaba mucho de noche por Frankfurt pensando en ello, imaginando los detalles del suceso del que sabía tan poco en realidad. Es extraño cómo un evento del cual leí apenas unas líneas en un correo electrónico es capaz de obsesionarme más que cosas que he vivido yo mismo, sobre las que podría escribir muchísimas páginas o hablar durante horas. Pensaba en ello siempre que caminaba de la casa de C. y S. hasta la estación donde pasaba el bus nocturno, a unas 5 cuadras de distancia, a la 1 o 2 de la mañana. A veces tenía que esperar el bus unos minutos porque hacía mal el cálculo de cuánto me demoraba caminando y siempre llegaba o muy tarde o muy temprano a la estación. Sentado bajo la luz de neón, completamente solo, imaginaba sin mucho convencimiento un grupo de tres skinnheads enormes que se acercaban con un perro y que, sin mediar palabra, o mediando palabras en su dialecto horrible que no podía comprender (que es lo mismo), me golpeaban de miles de formas distintas. Cada uno de los golpes, cada uno de los gritos, cada uno de los dientes apretados, de las fuentes de dolor que se agolpan unas sobre otras y no le permiten a mi cerebro entender por completo qué es lo que sucede, qué me duele, dónde, qué tan fuerte. Golpes en alemán, nocturnos, con toda la fuerza de la rabia construida por años y confirmada por cada extranjero que se ve, por cada extraño, por cada palabra en otro idioma. El olor del asfalto húmedo (¿por qué «húmedo»?) bajo mi nariz, el sonido de los ladridos histéricos del perro, el sabor de mi propia sangre, de mis flemas, de mis lágrimas.
Siento que ya está decidido: hay una respuesta directa y concisa a la pregunta por si voy a ser torturado alguna vez: sí o no. Va a suceder alguna vez o no va a suceder jamás. La respuesta sólo podrá ser enunciada al final de mi vida, pero ya existe en algún lugar, ya es. Es, allá en Frankfurt, tan cierta como lo es aquí en Bogotá, como lo será en cualquier lugar en el que viva en los años que me quedan. A pesar de la evidencia de su valor de verdad, de la simpleza de su enunciación, de lo irrevocable de su determinación, me pesa enormemente leer sobre estas cosas en libros enormes como el del Junot Díaz; siento que sólo espero por una posibilidad, absolutamente ajeno a ella. Me encuentro, como antes, sentado en la estación imaginando lo que puede o no puede ser sin ningún tipo de certeza. Me siento a esperar el futuro que se representa en estas cosas y de que no sé nada, del que nunca sabré nada. Me quedan dos minutos; a lo lejos veo ya venir el bus de las 2:20 de la mañana que me recogerá, o no, una vez más. Quiero cerrar los ojos hasta que esté ya aquí.